Quien me ha enseñado a amar

 



Ayer soñé. Qué cosa los sueños, que a veces funcionan como drenaje de un cuerpo y un alma que no da más. Pero en lugar de estallar, fluye en sueños y lágrimas que actúan como salvavidas del tiempo. 


Y como te decía, viejín, ayer soñé. Toqué el timbre de aquella casa con rejas. Era tarde, algo así como las 20, y jugaba Independiente. Y de fondo, escuché el maravilloso grito de "¿Quién es". Y respondí "Soy yo". Y la fugaz conversación terminó en un "Abrí, Carmencita, que es el Luca". Y la viejita salió abrirme la reja. Y como siempre, se le trabó al querer meter la llave. Y yo la ayudé, como la ayudaba siempre. Como si fuese un juego en el cual los dos éramos cómplices. Y una vez cerrada la puerta de rejas verdes, la besé en la frente, y ella me dijo que estaba alto, y que ya le podía comer los fideos arriba de la cabeza. 


Enfilé para el comedor, abrí la puerta blanca y tu figura estaba ahí. Imponente. Con una camisa abierta, media vieja y manchada, por la cual la abuela siempre renegaba. Tenías puestas unas zapatillas aplastadas en los talones. Dejabas el mate en la mesa y me saludabas. Y yo te abrazaba. Pero, ¿Sabés el pedazo de abrazo que te daba, viejín? te abrazaba sabiendo que eso se iba a terminar. Como nunca antes lo supe. Porque uno generalmente no sabe que los cosas son finitas, y no logra apreciarlas en el momento oportuno. Es quizás, la condición más despreciable de esta dimensión. No saber realmente que lo que está pasando no volverá. 


De fondo se escuchaba Tita Merello. La casa tenía exactamente el mismo olor. Un olor a vida que me rompía el olfato. La abuela se había ido para la pieza sabiendo que el partido del Rojo estaba por empezar y, como siempre, de cábala, se iba para el cuarto. Generalmente, los sábados, cuando jugaba Independiente, yo tenía varias cosas qué hacer con mis amigos. Pero nada en el mundo, era más importante que compartirlo con mi abuelo. Porque mi abuelo me había enseñado el mundo, y me había enseñado a Independiente. 


Y el partido había comenzado. Y había un gol de Independiente. Y festejábamos y yo te daba ese beso en la frente cada vez que había un gol del Rojo. Papá no estaba, porque se encontraba en el trabajo. Pero no había problema. Porque desde mis 5 años, esa casa, tu casa, viejín, fue el refugio de mi vida. Mi pequeña alma bailaba de alegría en ese hogar, en el cual no había mucho. Pero un mate, un abrazo, un beso, un festejo, una puteada o una risa pícara con la abuela, bastaba para justificar la existencia. 


Repentinamente me desperté. No alcancé a decirte adiós. Ni a abrazarte de de nuevo. Todavía recuerdo esa noche en la que desde el hospital, me tocó una de las tareas más difíciles de mi vida. Haber llamado a mi viejo para decirle: "Papá, falleció el abuelo". No sé de donde saqué tanta valentía, nunca la tuve y creo que hoy todavía no la tengo. Pero me aferré a la vida para decir esas palabras, aun cuando la muerte me cagaba a trompadas en las costillas. Y te lloré como jamás lloré a nadie. Y todavía siento tu ausencia física. Qué despreciable la materia, que de forma egoísta, extraña la carne, la presencia y no sabe valorar las cosas que quedan para siempre. Porque en lo simple está, quizás, la verdad de todo esto, porque en lo simple está lo grande, porque de las pequeñas cosas el alma se alimenta y alimenta a los demás. Pero la carne es débil abuelo, y yo sigo habitando en ella.


Hoy ya no somos tres. Somos dos. Mi viejo y yo. Pero te aseguro, abuelo, te juro con toda mi fe, que cada día, cada tarde, cada noche en la que once jugadores llevan la camiseta de Independiente puesta y le levantan las manos al mundo, nuestras mirada se sinceran. Esos ojos hablan y le cuentan a la vida el amor que sentimos por esto. 


Me resulta casi imposible poner en palabras la relación que teníamos. Siempre digo que no la tendré con nadie. Cuando alguien me pregunta por mi abuelo Héctor, yo cito a Cortázar y respondo: "Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir, desborda el alma". Estos ojos no se olvidan de tu figura, de tus dedos y tus palabras recitándome la historia de Independiente en papeles viejos. Esas pupilas guardarán para siempre tu esfuerzo para darme algunas monedas cuando cobrabas la jubilación, mi alma no tiene chance de olvidar cuando me esperabas sentado en la reja verde, con el mate en la mano, ni que solamente preguntabas por mí, y que casi ni te importaba lo demás. No lograré nunca olvidar la pregunta "¿Cómo anda el Luca?".


Me reprocho todas las noches abuelo, haberte tenido un poco más, haber compartido todas las cosas que logré y que en silencio, hice en tu nombre. Esta sea, quizás, la última vez que te escriba, porque escribir funciona, para mí, como cierre de algunos ciclos.


Abuelo, he amado tu sonrisa como amo la vida. Ya le pedí demasiadas cosas a Dios, y demasiadas cosas me las ha cumplido, pero mi eterna inconformidad humana me lleva a pedirle una más: Cuando me toque devolver esta vida que me han prestado, poder volver a esa casa, sentir el mismo olor, y abrazarte para siempre viejín. Te debo demasiado, porque por sobre todas las cosas, me enseñaste a amar la vida y de paso, a amar a Independiente. Ambas cosas son amor, aunque sean diferente. Mientras tanto, viejín, andá poniendo la pava.

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