Los imaginadores

 



Yo conocí al discípulo de Don Segundo Sombra. Lo llamábamos así porque vivía en una quinta, aunque más que quinta era un rancho cerca del Pato. Y caía a jugar los partidos del torneo en el Río de Quilmes montando un caballo alazán que imitaba la flacura de su dueño. Su nombre era José Gutiérrez. Había nacido en tierras pampeanas pero la necesidad también le tocó y se tuvo que venir a laburar a una fábrica que quedaba más o menos cerca de Berazategui.

Allí en Berazategui, Gutiérrez integró el equipo de aquella fábrica. Aunque nunca le habían dado la oportunidad de jugar en ese grupo, él se lo ganó por la dura lesión de uno de sus compañeros.  Al discípulo de Don Segundo Sombra le podías decir cualquier cosa, menos que estaba disfrazado. Ustedes póngase a pensar un minuto. En un país que se fundó con hombres que llevaban bombachas de gaucho, un cuchillo en el cinturón, montando a caballo, tomando mate y cantando coplas, los propios compatriotas le dicen que anda disfrazado. Aunque José sabía muy bien los efectos que había causado la globalización en su querida tierra. Por eso jamás regresó a La Pampa, porque se enteró que esa globalización había cambiado todo, menos la condición de los peones. José lo tenía muy claro. Él recitaba siempre: "El sistema siempre beneficia a quien ya está beneficiao´, más no podrá jamás un pobre dejar de ser pobre, porque aunque deje de serlo, siempre habrá un rico para recodarle de dónde ha venio´ y no a dónde ha llegao'"

Por eso al discípulo de Don Segundo Sombra le gustaba el fútbol. Él era hincha de Boca por herencia. José sostuvo que el fútbol era el arma más efectiva para ganarle a la injusticia. Y que más que ganarle al rival de cancha, había que ganarle al rival de traje, por que ese no estaba jugando contra once jugadores, sino que estaba jugando contra el fútbol. 

Aquel campeonato en el Río de Quilmes era verdaderamente bravo. Tirar un caño era más inseguro que tomarse el 148 a las 3 de la mañana en invierno. Nadie sabía lo que era el pasto. Las polvaredas revoloteaban como demonios enloquecidos ante la danza de un esférico que de esférico solo le había quedado la fama. Allí lo único que sobraba era la pasión. Y donde sobra pasión no hace falta ni que alcance ni que sobre absolutamente más nada.

Todos nosotros sabíamos que el cruce de semis sería contra "La Fábrica", y que allí nos encontraríamos con el misterioso y temible discípulo de Don Segundo Sombra. Había muchas historias en torno a este jugador. Lo poco que sabíamos realmente era que jugaba de enganche. Y que, por su supuesta mala conducta, era siempre la nota de los partidos. Que los árbitros habían sido amenazados con su cuchillo, que los defensores rivales habían sido atropellados a la salida del partido por su alazán, que jugaba alcoholizado, y muchas barbaridades más que hacían de José una figura atemorizante y sumamente evitable.

Los once de nuestro equipo, escondidos detrás de nuestra cobardía, juramos hacer lo medianamente posible para ganar, y usamos un frase futbolera que se suele utilizar cuando uno no está a la altura de las circunstancias: "Yo no voy a arriesgar de más, porque al otro día me tengo que levantar a laburar". Lo que uno no sabe a veces, cuando dice esa frase, es que algunos de los que están en la cancha arriesgan no porque tienen ganas de perder, sino porque no les queda otra. Porque aunque no lo hagan en una cancha, al otro día lo van a tener que hacer cuando el sol los levante para poder sobrevivir al sistema que rige al mundo. 

Una semana antes, me propuse investigar sobre la figura del discípulo de Don Segundo Sombra. Yo tenía un amigo que trabaja en la fábrica, y lo invité a tomar un café para hablar sobre este personaje que nos tenía a todos cagados en las patas. Quedamos que nos íbamos a encontrar en un café cerca de la estación de Quilmes, un jueves a las cinco de la tarde. El partido iba a ser el domingo siguiente. Yo tenía la obligación, como capitán, de tranquilizar a mi tropa que estaba más cagada que pañal de bebé de dos meses. Les tengo que decir a ustedes, queridos lectores, que nosotros, pese al buen pie, éramos un equipo modesto de oficinistas con destino de engordar y cambiar las camisas por un talle más y nos íbamos a enfrentar a trabajadores de fábrica que con una sola mano agarraban y rodeaban la pelota, los botines y el bolso de jugador.

El jueves llegó. Cuando estaba por entrar al café escuché relinchar a un caballo y supuse que se le había escapado a un laburador de la calle. Pero cuando metí el primer vistazo, el corazón me dio un vuelco. Sentado en la primera mesa junto al ventanal, estaba un hombre morocho, flaco, con pelo bien grueso y bien negro, una nariz dura y prolongada, y unos ojos que me miraban fijo, mientras que se cortaba una de sus uñas con una cuchilla. Era José Gutiérrez.

Me saludó. Me dijo que no me asuste, que no se estaba cortando la uña, que le estaba dando forma porque con esa punteaba la criolla. Le dije que no lo esperaba. Él me dijo que me esperaba a mí. Que se enteró que quería saber de él, y que aunque él no era periodista, sabía por la vida misma, que los hombres se conocen hablando entre ellos y no entre otros. Sino lo que se conoce no es una historia, sino un chisme. Me fulminó y no me quedó otra que sentarme a conversar.

Tres horas duró la charla. Salí triste y contento. Triste porque conocí mi pésima habilidad de juzgar. Y feliz porque el mundo tenía a un personaje que lo hacía un poco más lindo y esperanzador. Me enteré que el discípulo de Don Segundo Sombra era un imaginador. Que no lo habían amonestado ni rajado en todo el torneo. Que le gustaba el folclore pero de vez en cuando escuchaba algún que otro tema de Ricky Martin. Y que el problema de nuestro equipo era que imaginábamos mal. José me habló mucho de la imaginación. Me sostuvo que todas las pinceladas que él había hecho no habían sido producto de  su habilidad, sino de su imaginación. Y que nuestro equipo iba a perder porque antes de imaginación tenía miedo, y esas dos cosas no van de la mano, porque el miedo te paraliza, y la imaginación te agranda.

Me quedó una frase de José en aquella tarde: "No es lo mismo soñar que imaginar. Los animales sueñan, pero no imaginan. Es una condición divina que solo nosotros tenemos el placer de experimentar para parecernos un poco a Dios. Las grandes hazañas no fueron soñadas, fueron imaginadas. Hubo hombres que imaginaron liberar un continente, hubo hombres que imaginaron una revolución, hubo mujeres que imaginaron un mundo igualitario, hubo mujeres que se imaginaron no sexualizadas, hubo personas que imaginaron que la ciencia iba a salvar al mundo, hubo otros hombres que imaginaron que los pobres tienen que dejar de ser pobres. Hubo alguien que imaginó un deporte y creó el más hermoso de todos. Y en ese deporte hubo un Pelé que imaginó ganar un mundial de pibe, un Maradona que imaginó una jugada inimaginable y que vengó un hecho más imaginable y terrífico aún. Hubo un Messi que volvió a imaginar lo que ya estaba imaginado y lo mejoró. Y hubo hombres que imaginaron palabras para expresar lo que el mundo imagina. Te repito, imaginar es una condición divina, porque con la imaginación podemos llegar a lugares imposibles. Y si alguna vez un Dios nos creó, a ese Dios no lo conocemos, pero lo imaginamos, como única herramienta de acercamiento".

A todo ese relato, José agregó que en el fútbol, mucha gente le teme a los imaginadores, porque rompen con lo establecido, porque imaginar es arriesgar, porque es tratar de hacer algo utópico y eso puede traer consecuencias positivas pero también negativas. Revolear una pelota, pegar una patada, simular un foul, lo puede hacer cualquiera. Y que muchas veces, la gente que va a ver fútbol, se conforma con eso, no por una condición natural, sino porque los que los mandan, los han acostumbrado y adoctrinado a no imaginar. Y cuando viene uno que imagina, sienten miedo, no por su figura, sino porque le tienen miedo a lo desconocido.

José tenía razón. Nosotros no le teníamos miedo a él. Sino a la vergüenza que nos podía hacer pasar, porque básicamente, no lo conocíamos.  Y fue así. El partido lo perdimos 3 a 0, con dos goles de Gutiérrez, que imaginó jugadas de origen divino. Que tuvo el partido que imaginó. Nosotros también tuvimos el partido que imaginábamos. Pero al menos tuvimos una lección que aprender para el próximo día en el que la oficina nos encontraría aburridos.

Nos conformaríamos con mirar por la ventana, y reír aunque sea por cinco minutos. Porque ahí afuera, entre toda la mierda que abunda y mucho, hay un Messi imaginando, hay un cuentista imaginando, hay un chico en el colegio imaginando, hay un músico imaginando, hay un obrero imaginando, una médica imaginando, una científica imaginando, gente como el discípulo de Don Segundo Sombra imaginando. ¿Imaginando qué? Imaginando que el mundo y las cosas del mundo, pueden ser más lindas, justas y mejores.







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