Sin saberlo, o sabiéndolo muy bien, Raúl Antonio “León” Gieco, escribió dos palabras en su canción denominada “La colina de la vida”, que describen uno de los artes más lindos y más crueles que tiene el fútbol. Están ahí, latentes en cada jugada, como el génesis y el apocalipsis de una lágrima que puede ser de tristeza o de alegría.

Son sensaciones que se retroalimentan, se preguntan y se responden solas, en un juego que resulta perverso pero placentero. ¿Cómo puede uno tener ganas de humillar al prójimo aún cuando ese que está en frente no nos ha hecho nada para merecer semejante prenda? ¿Cómo puede uno albergar semejante carácter y arriesgar todos los fundamentos éticos y morales?

Se vienen mirando desde que arrancó el partido. Como esos amores que se separan físicamente pero igual se siguen pensando, por lo cual, se siguen amando. Este, el de acá, lo pispea de lejos. Frunce la ceja, como para que el otro no se acerque y si se acerca, que se acerque temeroso. El otro no lo mira, pero siente el aliento en la nuca. Tiene la inocente picardía como el nene que vive molestando y se ríe de eso, juega y provoca a la vez. Con ironía.

En 1 minuto recibirá la pelota de frente a la línea. Pasó ese minuto. La recibe, arquea las piernas y retiene la redonda a 4 centímetros del botín derecho, está sobre la línea de cal izquierda. Desliza, de derecha a izquierda, una lenta y sensual mueca de cortejo que invita al rival a que de el paso al frente.

La gente lo sabe, lo respira en el espeso aire de la noche futbolera de sábado. El público se levanta, algunos quieren guerra, otros poesía. Los ven como toreros. Dentro del campo se desata una guerra fría inédita. Se miran pero no se tocan, se odian pero no se lo dicen, se provocan, ninguno de los dos pasa la línea enemiga aún.

Se siente, de lejos, como se esfuma la agitada respiración del marcador de punta derecho, que se adecua al ritmo cardíaco y trata de concentrar el nivel de ansiedad. Todo está detenido. Como en las películas, dos vaqueros que se miran por debajo del sombrero negro. Se desafían, las cejas se hacen flechas agudas, ponen el dedo en el gatillo del revolver, llegan al punto máximo de excitación.

Una gota gorda de sudor cae sobre el rostro del marcador de punta derecho y como ese rayo que uno no sabe a dónde va, ¡zas! , la cintura del wing corta de refilón el aire del lugar y zigzaguea de un lado a otro como ese pez que lucha por liberarse del anzuelo. Se libera y sale. El marcador, atónito, se apuna, se le tapan los oídos, no escucha nada más que el ruido a articulación de su cintura que cae al suelo y se sumerge en la más profundas de las humillaciones.

El público se levanta y pide el remate. El defensor tiene dos caminos, dos opciones. La guerra o la poesía. Pero como esto es un cuento, el tipo elige la poesía. Acepta, de rodillas, el triunfo del vaquero atacante. Sentado, lo mira como se escapa en el campo verde, enaltece su humillación y aguarda para siempre, otro reto en el desierto.

Entiende la gambeta como el arte de humillar o de ser humillado, como la guerra o la poesía, como jugárselo todo pero aceptar que si uno gana, se lleva lo grande y que si se pierde, se pierde eso también. La gambeta, un duelo de vaqueros al que, León Gieco, sin saberlo, le dedicó una canción.


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Vía podcast