Cuando yo era chico mi papá me llevaba todos los martes a los partidos de fútbol con sus amigos del trabajo. Yo nunca se lo pedí, pero cuando somos muy menores de edad, tenemos que acompañar a nuestros viejos o a nuestras viejas a donde sea, simplemente porque uno es chico y no tiene la opción de decir que no ni tampoco se puede quedar solo. 

El recorrido era siempre el mismo. Mi papá me obligaba a ponerme el cinturón de seguridad y arrancábamos para Lanús. En la mitad del camino paraba siempre en el mismo kiosko y me compraba dos alfajores Capitán del espacio y una coca. Y cuando volvía a entrar al auto, siempre repetía la misma frase. Me miraba y me decía -Mis amigos son tus amigos, y los tuyos son los míos".

Yo no entendía el porqué de esa frase cada vez que volvía a entrar al auto, con los dos alfajores y la coca en las manos. Pero ahora sí. Yo creo que se trata de un legado. No creo que los legados sean obligaciones, más bien son enseñanzas. Por obligación entiendo otra cosa. Obligación es que tu hijo o tu hija salga hincha del equipo de la madre o del padre, eso sí. Pero un legado es otra cosa, es más bien una alternativa, una herramienta extra a la cual aferrarse.

Pero como les dije, en su momento, no entendía. No entendía pero ahora lo sé muy bien. Lo sé porque las cosas que hacen y dicen los padres son como las letras del tango, se las entiende de grande. Y con los legados pasa igual. 

Nadie te explica explícitamente un legado. No sucede como en las películas donde el padre Rey de Noruega del Este, cuando está por morir, le cuenta el secreto del poder de la espada a su primogénito para que pueda derrotar a los Vikingos del norte. No, no funciona así. 

Por ejemplo, mi abuelo Héctor, nunca le explicó a mi viejo cómo hacer sanguchitos de miga caseros con una tabla de madera. Simplemente mi papá, lo vio hacerlo. Y hoy, de grande, ustedes podrán corroborar que, en cada noche previa a un cumpleaños, mi viejo y mi vieja están haciendo, efectivamente, los mismos sanguchitos con la misma tabla de madera. 

Y con mi papá me pasó lo mismo. A mis 26 años me encontré en una reunión con los mismos amigos de mi viejo que yo observaba a mis ocho años de edad, todos los martes de todos los años, jugar a la pelota, comer asados y festejar cumpleaños. 

Y si yo los conozco desde los ocho años o menos y tengo 26, obviamente que para mi viejo es toda una vida. Con ellos ha pasado la juventud, ha pasado el dolor de una guerra, ha pasado un título del mundo, ha pasado una época de sueños, una época de padre primerizo, una época de incertidumbre y ahora una época de recolección, repitiendo absolutamente lo mismo.

Entonces, en el momento exacto en el que Miguel servía los ravioles con salsa, la cabeza me hizo un clic. Y solté una risa que pasó desapercibida. Había entendido el porqué de la frase de mi viejo. Había entendido para siempre el porqué de la insistencia por llevarme desde que tengo 8 años o menos, entendí el porqué de los alfajores y de la coca.

En el momento en el que Miguel se dignó a servir, yo supe que durante todos estos años, mi viejo me había enseñado dos cosas como legado. La primera es que la vida siempre será difícil,  y la segunda es que la vida puede ser difícil y linda a la vez, cuando es compartida con amigos, para toda la vida.