Durante mucho tiempo, mi viejo, cuando veía un partido conmigo, tenía la costumbre de escaparse a algún lugar hasta que empezara el encuentro. Pero no volvía unos segundos antes, o cuando salía el equipo a la cancha. No, no. El hombre se sentaba en el momento exacto en el que el delantero movía la pelota y los segundos comenzaban a correr.

Siempre me pareció algo ilógico ese accionar. Y no es que ocurría esporádicamente. Era poner la pava 10 minutos antes, convidarle un mate y mi viejo rajaba hacia algún rincón de la casa, dejando el mate en soledad. Él optaba generalmente por ir a arreglar algo al taller que había quedado pendiente, o al galpón con la excusa de que no había harina para las pizzas de la noche o a su habitación para volver a contar cuánta plata le quedaba con el propósito de saber si tendría que ir o no al cajero.

Muchas veces la situación se volvía intolerable. Generalmente, cuando uno es adolescente, y de grande también, está muy ocupado. Uno desperdicia el tiempo con los amigos, en sus estudios, en ir a jugar al fútbol, en citas, y cuando finalmente llega el domingo y encuentra un espacio para compartir un momento en soledad con su papá futbolero, este, el mío, se echaba a correr como una gacela.

Ustedes dirán que bueno, que al menos mirábamos el partido juntos. Sí, pero no es lo mismo. Uno cuando mira el partido, a lo único que le presta atención es a esa pantalla que transmite 22 personas disputándose un esférico. A mi no me vengan con eso de la picada durante el partido, o los mates durante el match, o las conversaciones ni qué carajo. El futbolero de ley, no puede hacer las dos cosas a la vez. Uno ve el partido o come, uno observa el encuentro o charla, uno se hace mala sangre por ese juego, o se hace mala sangre por el amor de su vida, pero las dos cosas a la vez no.

Cuando me iba de mi casa, sin haber podido aprovechar el tiempo para hablar de otra cosa que no sea el partido, siempre me preguntaba qué era lo que motivaba la acción de mi viejo. Pensé en primera instancia que había un cierto desinterés por la previa, esas transmisiones largas de una hora en la que dos o más periodistas llenan espacios y dicen cualquier cosa, porque no tienen nada que informar, y generalmente obligan a los cronistas a meterse en la multitud de la gente que despide los micros hacia el estadio.

Pero este pensamiento quedó desafectado de inmediato, ya que mi viejo escuchaba toda la semana la radio AM deportiva en busca de cualquier boludés dicha por un periodista deportivo de renombre. Fueron tiempos de lucha, de discusiones. Yo quería que mi viejo se sentara al lado mío quince minutos antes y tomáramos mates para después ver el partido. Pero me lo hacía imposible.

Cuando me mudé por primera vez, lo primero que me dijo mi viejo fue que me esparaba el domingo para ver el partido. Ese día, increíblemente, mi papá no se escapó hacia ningún lado. No solo que no se escapó, sino que puso la pava y cebó los mates amargos. Hablamos sobre mi mudanza, me preguntó si necesitaba plata, me hizo un comentario sobre Independiente y después, dimos lugar al match.

Cuando terminó, y fue victoria del Rojo, mi viejo me preguntó si me quería quedar a dormir, porque era tarde para volver solo y de noche. Le dije automáticamente que no. 

Esa noche, cuando entré a mi departamento, cuando cerré la puerta con llave y me senté en el sillón, me largué a llorar. Lloré desconsolado como un nene. Lloré sin saber porqué, pero lloré con ganas. Cuando ya no había lágrimas para seguir expulsando, me preparé un mate, salí al balcón, y por primera vez en mi vida, supe porqué mi viejo le escapaba a las previas de los partidos cuando yo vivía en su casa.

En ese instante, supe cual es la verdadera lucha del hombre en su condición de humano. Indefectiblemente, mi imagen cebando mate y hablando de la vida adulta, desataba en mi papá una feroz lucha contra la nostalgia de un pasado que nunca más iba a volver y me encontraría chico refugiándome entre sus brazos. Pero una vez que me mudé, y esa lucha se vio forzada a enterraste porque ya nada más se podía hacer, él por fin pudo alcanzar la tranquilidad emocional que tiene un padre cuando ve crecer a su hijo.

En cambio yo, cuando volví por primera vez a mi casa, luego de la mudanza, encontré, sin esperármela, una batalla tremenda contra la nostalgia del futuro, de encontrarme viviendo solo con la incertidumbre de valerme por mí mismo. Por eso me puse a llorar y por eso no me quedé en lo de mi viejo.

De estas dos grandes batallas, se despliega una sola, la verdadera lucha del hombre, de ir construyendo un camino y de ir ganando batallas muy complicadas a medidas que se nos presentan, como puede ser la nostalgia del pasado, la felicidad del presente, y la incertidumbre del futuro.