Cuando los años pasen y, junto con ellos, las fuerzas se retiren, las canas copen la parada, la piel se arrugue y el tranco se vuelva lento, nos quedará en el corazón y en el último aliento de nuestras gargantas, la posibilidad de contar historias. Y con orgullo y mucha nostalgia, le contaremos al nuevo mundo que nosotros fuimos la generación del no tiempo.

Y cuando esos bajitos nos pregunten cómo fue el no tiempo, los miraremos a los ojos, y con la voz entrecortada les vamos a responder que fue el no tiempo de abrazarse. El no tiempo de disfrutar. El no tiempo de sociedad. El no tiempo de compartir. El no tiempo de sonreír. El no tiempo de besar. El no tiempo de enamorarse. El no tiempo de jugar. 

Y cuando nos digan, de qué fue tiempo, les diremos que fue tiempo de cuidarse. De refugiarse. Que fue tiempo de tristeza. Que fue tiempo de falta de oportunidades. Que fue tiempo de pobreza. Que fue tiempo de encierro. Que fue tiempo de extrañar. Que fue desesperanza. Que fue tiempo salvar la vida. Que fue tiempo de perder. Que fue tiempo que no pasó. Que fue tiempo que nos cambió para siempre. Que fue tiempo de angustias.

Pero también les contaremos sobre una noche especial. Una noche en la que Messi volvió a morder el anzuelo y a empezar de nuevo, cada vez. Y tuvo la carta para jugar el juego.  En la que hubo una chance de volver a sonreír. En la que, de repente, todos nos encerramos con gusto para mirar una pantalla con un solo deseo. El de ser felices. Una noche en la que, por el fútbol, vivimos por amor. Y agarramos esa angustia y la mandamos a cagar. Y agarramos la tristeza y la pusimos en cuarentena. Y las sonrisas volvieron a la cancha mientras Di María se la tiraba por arriba al arquero rival en un destino que no era otra cosa que un gol hermoso. 

Y que ese tiempo del partido también terminó. Y con él, terminó la angustia del no tiempo de Messi campeón con Argentina. Y él, el capitán, lloró. Y lloramos todos. Y volvimos  a sonreír. Y volvimos a gritar. Y nos volvimos a emocionar. Y volvimos a abrazarnos. Y volvimos a tener fe. Y volvimos a respirar con esperanza. Y volvimos a amar la vida. En ese instante, en esa hora, en ese minuto en el que el árbitro hizo sonar su silbato y el diez se desplomó sobre el eterno césped del Maracaná, pocos lo vieron, pero la muerte huyó. La muerte, cobarde, no supo qué hacer ante más de 45 millones de sonrisas que en un fragmento le pusieron fin al no tiempo de amar.

Porque no hay nada que se pueda oponer a semejante sonrisa. A la de todos nosotros y, en especial, a la de todos los jugadores y a la de Messi. No se puede explicar con palabras la naturaleza de ese amor. No hay términos que lo describan. 

Por eso, cuando nos pregunten por el no tiempo, lo primero que debemos decir es que en una noche en donde reinaban la muerte y la soledad, un grupo de jugadores, liderados por Messi, sembraron la esperanza y la felicidad en gran parte del planeta. Y lo hicieron jugando a la pelota. Por ellos y por esta noche en la que volvimos a amar, en el no tiempo.