Ocho años después pisé una popular. Solo como loco malo me escapé del caos del centro porteño para desembocar en una tribuna roja en el corazón de Avellaneda que latía de la ansiedad de ver con ojos propios el primer triunfo de Independiente en el nuevo campeonato y con el nuevo entrenador.


La popular, la querida y entrañable popular que, como la vida, siempre se renueva, deja, lleva y trae nuevas historias que un poco funcionan como el motor para que jamás nos dejemos de sorprender con esto que llamamos fútbol. Y ahí, en esos escalones de cemento, se jugó un partido bravísimo. Tan jodido como el que se dio adentro de la cancha.


Es que, otorgar respuestas sinceras a preguntas sinceras de un nene es tan difícil como romper las dos líneas de cuatro que propone el Arsenal de Madelón. No soy padre, pero tan solo me bastó con ver la mirada de ese hombre que llevaba por primera vez a su hijo al Libertadores De América Ricardo Enrique Bochini. 


Fueron demasiadas las consultas que ese papá tuvo que contrarrestar. Demasiadas. Fue tan así que la primera comenzó ni bien el chiquilín se sentó sobre el para avalanchas y el juez dio el pitido inicial. Lo primero que llamó la atención de aquel muchachito fueron los insultos a los dirigentes. El nene, o Nacho, como le decía el papá, preguntó por qué la gente estaba enojada. Era muy complejo de contarle a un chico de 7 años la realidad que vive el club, y aunque no entendiera el significado de la palabra, el papá le dijo que siempre, en todos los aspectos de la vida y ante todas las cosas, debe prevalecer la democracia.


Más adelante, a los 20 minutos de la primera mitad, mientras Independiente entretenía la pelota de un lado al otro y generaba algún que otro bostezo, el chiquito le dijo a su padre por qué el Rojo no iba ganando. Y firme y claro, él le respondió - Porque a ninguno de estos 11 jugadores se le está cayendo una idea-


Con más dudas que certezas terminó aquel primer tiempo pálido en el que el Rojo aburrió y las inquietudes del chiquito fueron calladas con el arma más letal que existe en un entretiempo. La comida. Una hamburguesa y un vaso de coca silenciaron al niño, al menos por 15 minutos. Pero, en el segundo tiempo, todo comenzó otra vez.


Otra vez Independiente comenzó a aburrir, otra vez el árbitro estaba dirigiendo mal, otra vez Roa no daba pie con bola, otra vez se veía venir una noche calurosa y oscura de un martes que nos miraba con cara burlona. 


De repente, un petizo, zurdo, con la camiseta número 35 entró al campo de juego. -¿Quién es? consultó Nacho. Y el papá le contestó que era Toto Pozzo. Y a partir de ese momento, nada fue igual. Independiente se empezó a mover, los pelotazos empezaron a lastimar la defensa del visitante que se tumbaba ante el aliento de la gente que olía lo que estaba por suceder. El chiquito cogoteaba sobre el para avalancha para poder alcanzar la vista sobre esa pelota que quedó boyando en el área.


Y la alcanzó a divisar. Esos ojos fueron testigos de cómo Pozzo, con la zurda, la metió dentro del arco rival, desatando el grito contenido de toda Avellaneda. Porque una vez más, después de algunos meses, estábamos gritando un gol de Independiente en nuestra casa.


Pozzo sale gritando contra el córner. Hace un corazón, señala contra la esquina y sucede lo más impune de todos los actos que suceden; El llanto. Porque cuando uno llora, se desnuda de alma, se saca la ropa y la patea debajo de la cama como un nene cuando se va a dormir. Y el pibe Pozzo la pateó con toda su zurda y su corazón, que no pudieron soportar los recuerdos y sentimientos que hacen que la carne tenga vida. Y ahí fue su llanto y ahí fue su primer gol en Independiente.


Cuando el partido terminó, Nacho le hizo la última pregunta a su papá; Papá, ¿Por qué uno llora? El padre, supo en ese momento que su hijo había visto llorar a ese jugador que había hecho el gol. Pero ¿Cómo explicarle a un nene de 7 años por todas las cosas que uno puede llegar a llorar?  Pero sabio, con la sabiduría que uno adquiere siendo padre, acertando y errando, se conformó con responderle: Uno puede llorar cuando está triste o cuando está feliz, hijo. 


Pareció una simple respuesta, pero no lo fue. Porque aquel nene, vio llorar a un pibe que llevaba la 35 por la felicidad de hacer su primer gol. El padre de Nacho sabe bien, que a partir de ahora, su hijo sabe que también se puede llorar por felicidad, porque él lo vio, lo vio con sus propios ojos y por primera vez en su conciencia infantil, quedará guardado un concepto para el resto de su vida; Que la felicidad, entre muchas otras cosas, es llorar por un gol de Independiente.