"Bienaventurados los que creen sin ver, porque de ellos será el reino de los cielos", decía la leyenda pintada sobre unas de las paredes que alcancé a ver mientras el Roca salía desde Constitución hacia zona sur. Y esa frase se quedó rondando sobre mi cabeza unos minutos que no por ser minutos, dejaron de ser intensos. Porque tenía un compromiso. Concurrir a la práctica de fútbol de la Universidad de Quilmes de cara al partido del sábado contra La Matanza. Y ustedes, futboleros de ley, me tendrán que entender, porque el que no va, no juega, y menos cuando no sobra la destreza que te da la chance de hacer y deshacer a gusto y paciere. 


Entonces, entendí que tenía abandonado un poco a mi Dios y acepté el mensaje que algún flaco pintó en condiciones dudosas, sobre aquella pared. Y de repente me vi apretado contra el vidrio del tren que se alejaba de la cancha de Independiente hacia la estación de Sarandí. La decisión estaba tomada, tenía que ir a la práctica, y además, rezarle a mi Dios, para que nos de una mano y nos afile la puntería. No podía ver el partido, solo me quedaba creer que Independiente lo podía hacer.


Pero las sensaciones una vez comenzada la práctica no fueron buenas. Sentí en la piel las dudas de una primera parte que no encontraba el arco. No lo veía, pero lo sentía, como el viento que trae la tormenta. Se siente, el frío recorre el cuerpo y prende las alarmas de un presagio feo. Que solo se puede romper con la salida del sol. Y el sol siempre sale. Y esta vez no fue la excepción. Porque ustedes saben que lo que vieron esta noche en Avellaneda no fue del todo bueno, sin embargo, no dejaron de creer. Entonces, como un guiño del destino, el defensor rival se llevó una pelota contra el palo y la metió en el arco. Fue gol de Independiente. Yo, sin saberlo, me di cuenta que el viento soplaba menos fuerte, que había un sol que empezaba a alumbrar una corona que nadie, nunca, jamás, nos podrá quitar.


Y minutos más tardes, cuando en mí partido, y en el de Avellaneda, se disputaba la segunda mitad, el sol se asomó más. Y el perfume del césped me indicó que Benegas saltó más alto que todos y la metió contra un palo. Yo no lo sabía, pero no me quedaba otra que creer sin ver. Y así, creyendo sin ver, escuché el grito que corrió desde Avellaneda cuando Roa la metió abajo del arco.


Y faltando cinco minutos para terminar la práctica, un gol de nuestro nueve concretó la victoria. Y no lo dudé. Entendí que lo infinito estaba rompiendo por unos segundos el paradigma de lo finito, y me libré a imaginar. Porque lo más hermoso del fútbol son los goles, y los goles, antes de hacerlos, se imaginan. Entonces me imaginé a Benegas barrenando y empujándola a la red para darnos la esperanza, esa a que ahora nos hace falta.


Llegué a mi casa y miré el resumen. La frase de aquella pared tenía razón. Lo que vemos de este Independiente no nos llena, pero la semana que viene se juega una final, en Avellaneda, y por una copa, y no quedará otra que creer, que creer que lo podemos hacer, aún viendo que lo que hacemos muchas veces no alcanza. Este equipo es eso, un colectivo de individuos que su última bala la tiene cargada de fe y esperanza y con eso vamos. No es lo ideal, pero ese es el presente. Y ante todas las cosas, y todos los presentes, nunca nos dejamos de llamar Independiente y todos saben bien, que en las copas y en Avellaneda, manda el Rey de Copas.


Antes de irme a dormir me recé un padre nuestro medio raro porque muy bien no me lo acordaba. Di las gracias. Siempre pensé que moriría en falta con Dios. Porque le pedí la vida como excusa para amar a Independiente. Pero me ganó de mano, porque nunca pensé que al permitirme amar a Independiente, me estaba enseñando a amar la vida