Absorto me quedé. Absorto, sí. Esa es la palabra. Miren ustedes con lo que me vine a encontrar. Insólito. Insólito e inesperado. Me quedé fijo, con mis manos unidas, detrás de la cadera, moviendo sutilmente mi pierna derecha al ritmo de una máquina antigua de coser. Esas pulsiones que uno tiene, en este caso, como mecanismo de autodefensa para controlar, en mi caso, la bronca, la calentura, la impotencia.

En grande, bien grande, se leía el título "Desconfiá de un argentino". Y debajo, en letras más pequeñas, el nombre del autor: Robert Neville. Sí, el nombre del libro llevaba un tilde en la a, haciendo referencia al "Vos", como si diría: Vos, desconfiá. El escritor, inglés, gringo. ¿A quién se le ocurrió haberme invitado a una muestra de libros sobre literatura del deporte y guiarme directamente a este tal Robert? que, además, parece que lo robó el apellido al lateral derecho del Manchester United, Gary. 

Me di media vuelta y me fui. Mi vuelo salía mas o menos en una hora. Pero decidí dar por terminada aquella visita cuando leí semejante ofensa a uno de los privilegios más importantes que existe en la humanidad, ser argentino. ¿El contexto? me habían invitado, por medio de una editorial, a una muestra de libros de autores internacionales, sobre temáticas ligadas al deporte, en Londres. Al principio fue bastante llevadera. Yo no soy mucho de viajar, verán. 

Prefiero algo más cercano, el calor de Latinoamérica, un mate, un alfajor. Soy de extrañar mucho a mi familia, y a mis amigos. Sí, señores, a mis amigos. Por eso siempre dije que nunca viviría afuera. No porque no quisiera, sino porque tengo la imperiosa necesidad de tener el fácil acceso a una buena charla con un amigo, es simplemente eso lo que me separa del mundo capitalista, individual y aventurero. Uno es casero. 

Había libros bonitos, sí, los había. Pero digamos que bonitos y nada más. Yo no sé demasiado de esto, me considero un aficionado en la materia. El viaje lo acepté por obvias razones. En mi puta vida iba a conocer Inglaterra. De entrada me interesé más por degustar algún que otro morfi diferente, por ver algún que otro estadio y conocer la ciudad. Me gustó sí, pero cuando ya van dos días nublados empezás a extrañar los asados domingueros de mi viejo el Titi, en cuero, sudando pero dejando la vida en cada achura y en cada vacío. Son gustos, qué se yo, son gustos.

Casi todas las obras recorrían las estrategias de entrenadores como Ferguson, Mourinho, Guardiola, o historias de los equipos ingleses, de las copas del mundo, o de "Su creación", en relación al origen del fútbol. Todo muy lindo, muy coqueto. Pero no pude ver, al menos en el tiempo que estuve, algo relacionado con los amigos. El fútbol y los amigos digo, o la fiestas en las tribunas. Nada de eso, todo muy correcto, muy pulcro. Poco de los Hooligans, y bueno, ni hablar, nada de nada un tal Diego Maradona, nada. Borrado de la existencia. Pero el final de mi visita fue cuando, luego de tomar un feo café, hice tres pasos y me encontré con mucha gente reunida como clamando algo especial.

No llegaba a ver qué o quién era. Acostumbrado a viajar en hora pico a Constitución, me fui deshaciendo del marcaje personal hombro a hombro y finalmente alcancé la punta del grupo. Cuando levanté la vista encontré un afiche enorme que se leía "Desconfiá de un argentino".

Todas las sensaciones que les detallé en las primeras líneas, se acumularon. Pensé rápidamente en hacer un corte de manga o de putearlos, pero rápidamente me rescaté. Primero que ellos me superaban en número, a uno o dos podía voltear en una ráfaga de valentía y guapeza que caracteriza a los sureños, pero a los demás, ¿Quién los paraba? y había un par de rubios grandotes, que me iban a cagar bien a trompadas. Y segundo, que estaba ahí por trabajo. Pero me dije a mí mismo -Dejá Luquitas, dejá. Estos todavía están llorando a  México 1986. Gracias, Señor Maradona, gracias- y me fui con una mueca soberbia, linda, entre mis labios. 

En el aeropuerto, mientras escuchaba un poco de tango para extrañar un poco menos mi tierra, se me acercó un hombre y comenzó una conversación. Quiero detenerme en el hecho de escuchar música que nos acerque más a nuestro hogar. Es un acto de nobleza enorme, es no olvidar las raíces, es sentir el aroma de casa, la vibración de nuestro suelo, el alma de los que queremos, los acordes que te llenan de esperanza y te dan una mano para evadir soledades.

Este hombre que se me acercó, era colombiano. Jair Rodríguez, como James. Me comentó que no pudo dejar de observar mi actitud frente a uno de los libros más vendidos en Inglaterra y me preguntó si no me iba a permitir leerlo. Le dije, primero, que no sabía que "Desconfiá de un argentino" estaba teniendo buena reputación en aquel país, aunque no me sorprendía. Y también le complementé que ni en pedo iba a gastar ni un solo segundo de mi vida en leer cierta cosa. Sin embargo, y solo por un acto de curiosidad, porque uno en la vida, directa o indirectamente quiere saber, le pedí que me haga un breve resumen de esta obra que había escrito el gringo ese de Robert Neville.

Jair me comentó que era un libro que trataba de entender y describir la pasión de los argentinos por el fútbol. Las costumbres, los hechos históricos, pero sobre todas las cosas, la manera que tenemos, nosotros, de vivir el fútbol y ser en la vida, y si hay algo en relación, con esos términos. 

Según el colombiano este, la obra relataba partidos memorables con asistencia abrumadora de personas, como así también el detalle de las barras, las relaciones que se forjan en un grupo de amigos, que van a comer, a jugar, a ver a su equipo, pero como eso se puede romper por una discusión, una "Avivada argenta". 

Jair me sostuvo que el énfasis principal está en cómo los argentinos festejamos todos los años aquel gol del  Diego a los ingleses con la mano, o frases como "Al rival le quiero ganar 1 a 0 y con un gol en orsai", y más cosas inmorales, según el punto de vista de este Robert. También me reveló que en la última parte del texto, el autor analiza algo muy importante. Cómo, en un siglo tan avanzado, doctores, ingenieros, letrados, profesores, políticos, humanistas, pacifistas, comunistas, capitalistas, hombres, niños, mujeres y ancianos, cuando pisan una tribuna, gritan, alborotados "A estos putos les tenemos que ganar" o "El que no salta es un inglés". 

Para el autor, según me dijo el cafetero, es indispensable entender las cosas que los argentinos hacemos porque sí. Y sostiene, y lo defiende a mano armada, que los argentinos tenemos una mirada auto discriminatoria del mundo. 

Para cuando Jair terminó, anunciaban mi embarque. Le di las gracias y le conté de mi admiración por el Pibe Valderrama. Los parlantes del avión anunciaron el destino: Buenos Aires, Argentina. Suspiré y sentí el olor a chori saliendo de una buena parrilla al paso. 

En una de esas escucho, en mi precario oído británico, que la azafata le contaba a su colega que había quedado un lugar vacío en primera clase. Automáticamente me empecé a sentir mal. Me agarró dolor de estómago, sudaba, me había bajado la presión, una pequeña taquicardia comenzó a torturarme. La azafata se rescató de lo que estaba sucediendo. Rápidamente me preguntó si quería ir a un lugar más tranquilo, en dónde me sentiría mejor. Le que dije que sí.

Pasé a primera clase, y me tranquilicé. Ya no me dolía nada. Ni taquicardia, ni dolor de estómago. El avión despegó, y el resto es historia. Y bueno, qué se yo, algunos dirán que fue una avivada argentina la mía, para pegar un asiento en primera clase. Puede ser, ojo, no lo niego. Pero la pregunta que se tienen que hacer no es esa, sino la siguiente: ¿Vale o no vale? ¿Valió  o no valió el gol del Diego con la mano? ¿Estoy sentado o no en primera clase?

Qué cosa esta que tiene el mundo de señalar a los argentinos. Cómo si ellos no tuvieran manchas en el lomo, viejo. Quizás en algún momento lo compre el libro. Quizás me da un poco de miedo descubrirme. O quizás redoble la apuesta, contestándole a este tal Robert con un texto que se llame: "Sacá del medio, Shilton" , ojo, sin agresión, puro folclore, puro folclore.