Vieron que uno a veces se pregunta ¿Cuánto tiene de milagroso lo que acaba de suceder? que, a primera vista, es un milagro. Los milagros, queridos amigos, ustedes dirán, se dan en la vida cotidiana. No lo niego, ojo, pero tengo la sensación de que hemos contabilizado más milagros en las semblanzas deportivas que en los episodios que nos tocan vivir, digamos, en la vida protocolar. De allí, amigos, de allí, la frase del gran relator, "Milagro en el área de".


Y sí, porque realmente es un milagro que no te emboquen cuando te están cagando a pelotazos. Y en la vida deportiva, más precisamente en el fútbol, está lleno de milagros. Podemos repasarlos hasta el cansancio. Desde aquel partido entre Argentina y Brasil en el Mundial de Italia 1990, hasta el gol con la mano de Diego a los ingleses que el árbitro no vio, el gol de Palermo a Perú, la Sudamericana aislada de Independiente en el 2010, el campeonato de Racing en el 2001 y así hasta que nos toque la muerte.


Pero esto que me pasó, realmente, realmente, era algo imposible. Y la cuestión es que a uno le gusta quedarse con el sabor a milagro. Es una cierta manera de decir "Dejá, no me cuentes, me quedo con esto". Porque si nos anduvieran contando los secretos de la humanidad, la cosa pierde misterio, asombro, incertidumbre, y se volvería algo rutinario, aburrido. Básicamente lo que pasa con el amor. Yo no creo que uno pierda la pasión, lo que pierde es el asombro, la sorpresa, lo fuera de lo cotidiano y el hermoso nerviosismo que siente por aquello. Por eso, a veces es mejor no preguntar, dejarlo así. En una de esas, es por eso que los relatos radiales de goles siguen teniendo visitas en You Tube. Porque uno los imagina como un cuento de buenas noches.


Aquella tarde en la que sucedería el acto imposible se encontraba soleada. Era invierno. Yo me encontraba en Salta. Más precisamente en el pueblo San Antonio de los Cobres. Un lugar dedicado exclusivamente a la minería. Un milagro en el medio de la nada, al cual lo acompaña la ruta 51. Calles de ripio, viento seco, el salitre y el poco oxígeno te va cortando los labios y te genera la necesidad de comprar en algunos de esos kiosquitos, alguna botella de agua mineral, cara, por cierto.


Pero uno cuando es turista, se baja los pantalones y compra igual. Como cuando a uno lo invitan a jugar un partido y no conoce a nadie. Rápido toca la pelota al compañero y casi que no se atreve a patear al arco. Se deja influenciar. El pueblo está formado por casitas bajas, una iglesia coqueta y algunos lugares para comer que viven del turismo y generalmente ofrecen como plato principal cabrito con arroz y un tuco medio raro pero comible.


Bajé del ómnibus con la idea de comprobar realmente si la altura hacía efecto o solamente era un mito que los periodistas deportivos nos relataban cada vez que la Selección Argentina jugaba de visitante ante Bolivia y en La Paz. Un solo pique de 10 metros me alcanzó para comprobar dos cosas: La primera, que estaba gordo. Y la segunda, que no encontraba oxígeno. Por lo tanto, opté por sentarme mientras mis compañeros de viaje, desesperados, invadían los restaurantes con mucha hambre y cierta mala educación.


A unos quince metros, un changuito lugareño me saludaba con su mano derecha, como pidiéndome permiso para acercarse. Llevaba puesta una camiseta de Messi y transportaba una pequeña bolsa en su mano izquierda. No le di permiso, no porque no quisiera, sino porque mi cerebro recién se estaba tratando de acomodar a la falta de aire, por lo cual, aún no podía emitir ninguna señal para que mi boca hablara. El changuito, calculo, acostumbrado a que hombres de la ciudad, y boludos, hagan ese experimento de correr en la altura, comprendió la situación y se acercó.


Me dio la mano y se presentó. Se llamaba Francisco. Acto siguiente, me contó que el sabía cantar algunas vidalas. Me reí, él no sabía de mi pasión por el folclore. Entendí el juego y le dije que me cantara algunas de su repertorio. Él comenzó -Vengo del medio del monte, hacha machete y sudor. Mi sangre se va quemando, bajo los rayos del sol. Yo soy el cóndor que vuela, serenito por el aire, mientras no me falten alas....-  Y yo rematé -No le tengo envidia a nadie- 


El chango no podía creer que un porteño boludo y sin oxígeno supiera una vidala llamada "Vidala del monte". Yo me anticipé a su sorpresa y le comenté que esa canción estaba grabada en el disco de Ushuaia a la Quiaca, con León Gieco y Santaolalla. 


De repente, ya no había más conversación. El arma que tenía el changuito se había descargado con mi final. Ya no tenía nada con qué sorprenderme. Y cuando uno conoce gente nueva, por ley, porque así lo quiere Dios y así está en la Constitución Nacional, uno debe preguntarle al recién conocido, de qué cuadro es. Ojo, no de qué equipo es, sino, de qué cuadro es. Cuadro, es una palabra muy importante, amigos míos. Cuadro es la santa imagen, el santo escudo que cada uno lleva en el corazón. Equipo somos todos, no se confundan. 


-Yo soy de Boca y de River- me dijo. Me reí. Pensé que me boludeaba. En el momento supuse que el changuito había tratado de quedar bien con el porteño boludo que de seguro, era hincha de Boca o de River.  O que había nombrado esos dos equipos por una suerte de ruleta, haciéndose ver de que le gustaba el fútbol pero en realidad, ni pelota.


-No puede ser. Eso no existe Francisco. Mitad del país está divido entre Boca y River. Se han separado familias, se han roto amoríos, se han peleado amistades por un clásico de tal talla -. Él se rio. Algunos amigos pasaron cerca y les preguntó de qué cuadro era él. "De Boca y de River", contestaron los chiquitos.


-¿No ve?- me retrucó Francisco. -¿Y pero escuchame, hermano? - ya me estaba poniendo nervioso - Escuchame, ¿Cómo hacés para gritar los goles o ver los partidos?- le pregunté. -Es simple, Señor. Es simple. Si juega Boca primero, grito los de Boca y si juega River después, grito los del Millo después. Y así siempre-


-Pero, Francisco, yo no te entiendo. ¿Y cuando juegan el clásico? - Pensé que mi pregunta estaba de más. Primero le había cagado la vidala, y ahora la pasión futbolera. Pero mi asombro pudo más.


-Y bueno Señor, todo no se puede. Grito los goles en orden. Al fin al cabo, es un buen negocio. Si Boca gana, yo me voy a dormir feliz. Si River gana, también. Y si empatan, no me amargo con ninguno de los dos. Siempre tengo más alto el porcentaje de irme a dormir más feliz que los demás, en parte, ¿No nos dicen que tenemos que ser felices? y si se trata de eso, la vida, voy bien, ¿Usted que dice? ¿No le parece?-


La contestación del changuito tiró abajo todas las especulaciones que yo mismo había hecho. Y destruyó por completo aquello que a mí, y a cualquier ser humano de San Antonio de los Cobres o de cualquier otro lugar del mundo, le hubiese parecido imposible.


No pude contestar ni formular otra pregunta. Lo felicité, le di dinero para que vaya a jugar con sus amigos y se compre algo para comer y volví al ómnibus resignado. Había aprendido algo más, otra vez.


Antes de subir, Jorge, el guía, se me ríe. -¿Qué te pasa? - Le pregunto. - ¿Ya lo conociste a Francisquito?- Me consulta. -Sí, ¿Por?- le digo.


-Es famoso ese chango- me vuelve a contestar al guía. -Famoso, ¿Por qué?-


-Famoso por contar cuentos para que los porteños boludos que se quedan sin oxígeno y creen en las cosas imposibles, le den guita- finalizó.


No dije nada. Me fui a sentar y a mirar el paisaje. Yo igual creo que Jorge es un descreído o de algún equipo que no lo hace feliz. Yo me quedo con Francisco y las cosas imposibles, al fin y al cabo, la vida se trata de ser feliz, ¿No?